«El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo pues nadie quiere para sí más del que ya tiene».
Con esa idea empezó su «Discurso del Método» el filósofo francés René Descartes, para quien el sentido común era una facultad innata que nos permite distinguir lo verdadero de lo falso, y juzgar correctamente.
Ese don, no obstante, requería de un método que impidiera que la verdad y la mentira se convirtieran en objeto de meras opiniones.
Poco después, en el siglo XVIII de la Ilustración, estallaría un acalorado debate sobre si llegamos al mundo como una tabula rasa o imbuidos con cierta sabiduría.
Fue una disputa sobre la naturaleza del conocimiento y la individualidad del hombre, de la que hoy derivamos la idea del sentido común.
Es un sentido al que se apela, se recurre o del que se lamenta su falta, pero que, aunque conocemos y reconocemos, puede resultar difícil de definir.
Por suerte, hay diccionarios.
El de la Real Academia lo describe sencillamente como «capacidad de entender o juzgar de forma razonable», similar al del Larousse: «capacidad de juzgar, de actuar razonablemente como la mayoría de las personas».
El de Cambridge ofrece: «el nivel básico de conocimiento práctico y criterio que todos necesitamos para ayudarnos a vivir de una manera razonable y segura».
Y el de Oxford, que es como una enciclopedia de significados de palabras, ha dado muchos, entre ellos: «Comprensión ordinaria, normal o promedio sin la cual un hombre sería ‘tonto o loco'».
Así, hay innumerables intentos de abarcar lo que significa sentido común, pero es difícil dar en el clavo.
Lo que pasa es que esas dos palabras juntas resumen una inmensidad, que puede ir desde afirmaciones irrefutables -como que los padres son más viejos que los hijos- hasta declaraciones morales -como la de que todos los humanos son creados iguales-, con un sinfín en medio.
Cuantificablemente raro
«El sentido común es algo que todos creemos poseer, pero rara vez, o nunca, nos vemos obligados a articular cuáles de nuestras creencias consideramos ‘de sentido común’ o quién más creemos que las comparte», señaló Mark Whiting, científico social computacional de la Universidad de Pensilvania.
Más que eso, por más que se venga hablando del tema desde al menos los tiempos de la Antigua Grecia, la noción rara vez se ha estudiado rigurosamente.
Así que él y su colega, el profesor Duncan J. Watts, se propusieron hacer precisamente eso.
Lo primero que notaron fue que el concepto estándar suele ser un tanto circular: el sentido común es un conjunto de afirmaciones con las que las personas sensatas están de acuerdo, y las personas sensatas son aquellas que poseen sentido común.
Sortearon el enredo reclutando a más de 2.000 participantes para su estudio, con miras a cuantificar el sentido común.
¿Cómo?
Les pidieron que calificaran 4.400 afirmaciones, desde filosóficas hasta prácticas, que cubrían conocimientos, como «un triángulo tiene tres lados», aprendizajes de la experiencia, como «las baterías se gastan», o cuestiones morales, como «todo el mundo tiene derecho a estudiar».
Como reportaron en la revista PNAS, para tratar de entender qué se considera sentido común y hasta qué punto es compartido, analizaron la red de acuerdos para encontrar patrones de creencias comunes.
Y llegaron a la misma conclusión a la que había llegado Voltaire 260 años antes: el sentido común no es tan común (Dictionnaire philosophique portatif).
«Nuestros hallazgos sugieren que la idea de sentido común de cada persona puede ser exclusivamente suya, lo que hace que el concepto sea menos común de lo que cabría esperar», le dijo Whiting a Penn Today.
Sin embargo…
Quienes llevan años intentando que las máquinas aprendan a pensar como los humanos dan fe de que ese sentido no sólo existe, sino que es crucial y ubicuo.
Si tú lees que «Juan Pérez robó un banco y fue condenado a 30 años de cárcel», no necesitas que te expliquen que fue atrapado, arrestado, llevado a juicio y hallado culpable.
Tampoco necesitas que te digan que, si bien es cierto que las rocas contienen minerales y vitaminas vitales, es descabellado recomendar que comas «al menos una roca al día», como lo hizo recientemente la herramienta AI Overviews de Google.
Pero las computadoras sí necesitan «explicaciones», pues no gozan de sentido común.
Dotarlas con él ha sido un reto enorme para la inteligencia artificial desde los primeros días de este campo en la década de 1950.
Y alcanzar una riqueza similar a la que tenemos los humanos sigue siendo una meta lejana, a pesar de tantos avances en esta disciplina.
«Es la materia oscura» de la IA, le dijo Oren Etzioni, director ejecutivo del Instituto Allen de Inteligencia Artificial a Matthew Hutson de la revista New Yorker.
«Da forma a gran parte de lo que hacemos y de lo que necesitamos hacer y, sin embargo, es inefable», añadió.
Los sistemas de IA tienden a seguir un camino, obedeciendo órdenes, detectando patrones y abordando problemas muy específicos.
Para ciertos tipos de tareas, como jugar al ajedrez o detectar tumores, puede rivalizar o superar el pensamiento humano.
Pero la vida cotidiana presenta innumerables circunstancias imprevistas, que a menudo le hacen la zancadilla a la IA.
En contraste, nuestro sentido común es una amalgama de infinitos conocimientos que vamos absorbiendo con o sin intención: probamos y fallamos, estudiamos y experimentamos, reflexionamos y observamos.
Si «infinitos» te parece exagerado, piensa en tu taza de café.
Un programa de reconocimiento de objetos y aprendizaje profundo puede «reconocer» la taza de café, pero no sabe tan bien como tú qué es, como señaló William Hasselberger en The New Atlantis.
Tú, para darte apenas un puñado de ejemplos, sabes que esa taza sirve también para té; que se rompe si se te cae al piso pero no si hay alfombra; que no puede estar triste ni contenta; que no tuvo nada que ver con la Revolución Francesa…
Por supuesto, no sueles tener presentes la mayoría de esos conocimientos, pero tu sentido común te indica cuál es relevante en una situación determinada.
Si de repente una ráfaga de viento entra por la ventana, el hecho de que tu taza de café puede servir como pisapapeles entra en juego.
Para que la IA lograra esa hazaña, habría que desarrollar una base de datos inmensa con todos los conocimientos de sentido común necesarios para que el sistema enfrente adecuadamente el mundo real, subraya Hasselberger.
Estamos hablando de toda la sabiduría que acumulamos a partir de nuestro compromiso físico con las cosas y todo el tejido de nuestra cultura codificada, junto con algoritmos para aplicarla en contexto.
Eso es extremadamente complicado.