Xavier Carrasco
En las sociedades donde la crisis de valores y la pérdida de cohesión social se convierten en el estado predominante, la política tiende a reflejar este deterioro con una fidelidad perturbadora.
La frase “los políticos son un reflejo de la sociedad” no es solo un cliché; es una verdad dolorosa que se manifiesta en países donde la corrupción, el narcotráfico y el tráfico de influencias han colonizado los espacios públicos.
Esto no ocurre en un vacío: estas dinámicas son el resultado de una profunda descomposición social que permea desde las bases de la sociedad hasta las cúpulas del poder.
La descomposición social no sucede de la noche a la mañana. Se gesta lentamente, alimentada por desigualdades económicas extremas, la falta de oportunidades, sistemas educativos precarios y una pérdida de confianza en las instituciones.
En un entorno donde prevalece la ley del más fuerte, los valores éticos son reemplazados por la supervivencia a cualquier costo. Este colapso de los principios morales no solo afecta al ciudadano común, sino que encuentra su mayor expresión en quienes logran escalar posiciones de poder: los políticos.
En una sociedad en “unidad de cuidados intensivos”, como bien se describe, el bien común deja de ser una prioridad. Los principios de solidaridad y justicia son sustituidos por una cultura del individualismo extremo, donde la corrupción y el tráfico de influencias se ven como herramientas necesarias para escalar social y económicamente. Así, los políticos no son una anomalía, sino un producto natural de este entorno.
Cuando la descomposición social se combina con instituciones débiles, el resultado es una clase política que opera más como una élite depredadora que como servidores públicos.
La corrupción, lejos de ser una desviación, se convierte en el sistema operativo. Los recursos del Estado son saqueados mientras las necesidades básicas de la población quedan desatendidas. Esta dinámica no solo perpetúa la pobreza y la desigualdad, sino que también consolida un ciclo de desesperanza y cinismo en la ciudadanía.
El narcotráfico, por ejemplo, encuentra un terreno fértil en este contexto. Más que un negocio ilegal, se convierte en un actor económico y político que penetra las instituciones, desde las fuerzas de seguridad hasta los parlamentos.
Los políticos, lejos de enfrentarlo, a menudo se convierten en cómplices o beneficiarios, al aceptar sobornos o al garantizar impunidad. Este nexo entre poder político y crimen organizado transforma a los Estados en narcoestados, donde el interés del pueblo es completamente subordinado al enriquecimiento ilícito.
Otra expresión de la descomposición política es el tráfico de influencias, una práctica que corroe la legitimidad de las instituciones democráticas. Los puestos públicos y los contratos gubernamentales se asignan no por mérito o necesidad, sino como favores a amigos, familiares y aliados políticos. Esto crea una élite cerrada que perpetúa su poder a costa del desarrollo de la nación.
Este fenómeno no solo afecta a las instituciones estatales; también envuelve al sector privado y a la sociedad civil. Empresas se convierten en vehículos para el lavado de dinero, y organizaciones sociales son cooptadas para simular respaldo popular. En este entramado de corrupción, la frontera entre lo público y lo privado desaparece, y con ella, la posibilidad de una rendición de cuentas.
Para enfrentar esta descomposición, es esencial reconocer que la solución no puede venir únicamente desde arriba. Si bien es crucial tener instituciones fuertes y líderes íntegros, el cambio debe ser también cultural y colectivo.
Una sociedad que exige transparencia, rechaza la corrupción y promueve la ética en todos los niveles puede generar las condiciones para transformar la política.
La educación es un pilar fundamental en este proceso. Más allá de enseñar habilidades técnicas, debe enfocarse en formar ciudadanos conscientes de sus derechos y responsabilidades.
De igual manera, el fortalecimiento de los medios de comunicación independientes y el acceso a la información son herramientas clave para exponer los abusos de poder y empoderar a la población.
La relación entre la descomposición social y el deterioro de la clase política es un círculo vicioso que se retroalimenta. Sin embargo, reconocer esta dinámica es el primer paso para romperla.
La política no puede seguir siendo un espacio dominado por la corrupción y el crimen. Para ello, es necesario que tanto los ciudadanos como las instituciones trabajen conjuntamente para restaurar los valores fundamentales que sostienen a una sociedad saludable.
La tarea es titánica, pero imprescindible para sacar a la sociedad de su estado crítico y devolverle la esperanza en un futuro mejor. La clase política dominicana: un reflejo de una sociedad que, convulsionada, en la unidad de cuidados intensivos.