Xavier Carrasco
Hoy celebramos el Día de las Madres, una fecha que puede parecer simbólica, pero que encierra una de las verdades más profundas de nuestra existencia, no hay figura más sagrada, más cercana a lo divino, que una madre. Si hay un ser en la tierra que refleja el amor puro, la paciencia infinita y la entrega absoluta, ese ser es ella.
Desde el primer latido compartido, desde el instante en que una mujer decide asumir el reto de ser madre por elección, por destino o por milagro, comienza a tejerse una conexión que trasciende lo físico. Es un lazo espiritual, casi místico, que une para siempre a esa mujer con la vida que ha traído al mundo. No importa si la maternidad llega por la sangre o por el corazón, una madre es quien cuida, quien guía, quien ama sin condiciones.
La madre es la primera escuela, el primer refugio, la primera fe. En sus brazos encontramos paz antes incluso de saber qué es la paz. Ella es la que se desvela sin quejarse, la que espera sin rendirse, la que abraza cuando el mundo lastima. Es la voz que nunca se apaga, incluso cuando ya no está.
En un mundo donde la prisa nos aleja, donde los afectos se fragmentan y las relaciones se debilitan, la figura materna sigue siendo la raíz que nos sostiene. Su pertinencia no disminuye con el tiempo, por el contrario, se hace más evidente cuando la vida nos exige madurez, empatía y compasión. Todo lo que somos, en gran parte, lo debemos a ellas.
Y aunque los tiempos cambian y los roles evolucionan, el amor de madre sigue siendo una constante que no se discute. No hay ideología, religión ni cultura que no reconozca la grandeza de una madre. Su relevancia no es solo emocional, también es estructural, el tejido de nuestras sociedades comienza en el hogar, y en el centro de ese hogar, casi siempre, está ella.
Hoy, más allá de los regalos y los mensajes bonitos, pensemos en la inmensidad de lo que significa ser madre. Pensemos en las que están, en las que partieron, en las que quisieron y no pudieron, en las que eligieron serlo de otras formas. A todas, nuestra gratitud eterna.
Porque si Dios tuvo a bien poner en la tierra un reflejo de su amor más puro, sin duda, lo hizo en forma de madre.