Xavier Carrasco
Las lágrimas del general Juan Manuel Méndez, director del Centro de Operaciones de Emergencias (COE), no fueron un simple acto emocional; fueron un grito silencioso, una súplica humana ante la impotencia de ver morir a quienes quizás se pudieron salvar.
Tras el siniestro de Jet Set, al concluir el operativo de búsqueda y rescate, su llanto expuso más que sentimientos, reveló las fallas estructurales de un sistema que muchas veces deja solos a los que tienen el deber de salvar.
En el rostro del general no solo se dibujó la tristeza, sino también el agotamiento de años luchando contra la corriente, improvisando con escasos recursos, administrando esperanzas en medio de realidades precarias. Su llanto fue el lenguaje de aquellos que, acostumbrados a salvar vidas, terminan preguntándose si hicieron lo suficiente, aunque su compromiso haya sido total.
Mientras algunos vieron debilidad en su llanto, otros lo entendieron como un gesto profundamente humano. Pero más allá del juicio público, la verdadera pregunta es: ¿qué no vimos nosotros? ¿Qué sintió ese hombre con uniforme, responsabilidades y pocas herramientas.
El llanto del general Méndez nos confronta con una verdad incómoda, la valentía y la voluntad no siempre bastan. Se necesitan equipos, formación continua, infraestructura sólida y un Estado que respalde, no que abandone. La heroicidad no debería ser la única estrategia frente a las emergencias; debería existir un sistema que minimice el dolor y no lo prolongue.
Existen muchas razones por las que una persona llora: alegría, tristeza, ira o impotencia. Y sin duda, las lágrimas del general Méndez nacieron de estas dos últimas. Impotencia porque tal vez podía hacer más, pero no tenía con qué. Tristeza, porque en su pecho cargaba el peso de vidas perdidas y promesas incumplidas.
Incluso Jesús lloró, por su amigo Lázaro y en el calvario, cuando en su humanidad sintió el dolor de la pérdida y la soledad. Si el hijo de Dios lloró, ¿por qué no habría de llorar un hombre frente al sufrimiento colectivo, al dolor de su gente, al límite de sus posibilidades?.
Pero el drama no está en que llorara. El verdadero drama está en las razones que lo hicieron llorar. Cada lágrima es un llamado de atención, a los que legislan, a los que administran los fondos públicos, a los que, desde la comodidad de un escritorio, olvidan que la vida de muchos depende del trabajo de unos pocos.
Debemos repensarnos como Estado y como sociedad. Porque mientras sigamos dejando solos a quienes nos protegen, ellos seguirán buscando consuelo en las lágrimas que deberían evitarnos a todos.
“No es débil quien llora; débil es el país que lo obliga a hacerlo. Y más débil aún será si no aprende la lección encerrada en esas lágrimas.”