PABLO MCKINNEY
Ahora el mundo es suyo. Todos queremos verla, abrazarla, decirle “gracias”, decir “te quiero”, como a una novia nueva o una princesa negra. Gacela triunfadora que, por huir de la pobreza, nos ha regalado la gloria olímpica y un ejemplo de dignidad, inteligencia emocional y superación, que como ciudadanos y como país deberíamos imitar.
Mujer, negra, pobre, hija y nieta de negros pobres, rechazada y ofendida por mulatos desteñidos, morenos estúpidos y mestizos acomplejados, aun cuando les ha regalado el éxito de sus piernas, el fruto de su carácter y su temple de acero.
El racismo, ya ven, no se detiene en el país ni siquiera ante el negro atleta que toca el cielo y enciende la esperanza nacional con sus piernas mágicas y su alma fuerte para para vencer el miedo y burlar el viento.
Quizás, (solo quizás) ahora disminuya el relato racista más estúpido que, desde las hazañas de Luisito Pié, padecen nuestros héroes deportivos en las redes sociales y las calles si descienden de negros africanos que siempre fueron dominicanos, como es el caso de Marileidy, o si son nacidos en Haití o aquí de padres haitianos.
Ahora que todo se cuantifica en pesos, dólares o euros, bueno sería preguntar y preguntarnos, cuánto cuesta la victoria de esta muchacha en los inolvidables juegos olímpicos de París. Cuál es el real valor de las lágrimas emocionadas que todos los dominicanos –(los buenos y los malos, los justos de las causas justas, pero también los racistas de la estupidez, los misóginos de oficio-), todos deberíamos pagarle a esta muchachita con la fuerza de los débiles, con el canto duro de los que nunca son escuchados.
Cuál es el precio de la esperanza, qué costo tiene la dignidad. Cuánto cuesta en yen o euros, pesos cubanos o dólares canadienses escuchar el himno nacional en aquel estadio parisino, y llorar y reír con ella.
Se llama Marileidy Paulino, es de Don Gregorio, Nizao, Baní y es todo lo que fuimos, somos y seremos los dominicanos.
Lo mejor de cada casa, el rincón de cada sueño.
Se llama Marileidy, la muchacha buena de sonrisa fresca, ojos en el cielo y el alma en la tierra; a quien, sin conocerla le escribió Carlos Cano desde Andalucía o el cielo:
“Ay, Marileidy del alma mía,
si tú quisieras,
contigo me casaría esta primavera”.
Gracias, gracias, gracias.