Oscar López Reyes
Aunque no dure cien (100) años, Luis Rodolfo Abinader Corona habrá acumulado -en por lo menos cuatro años de gobernanza- informaciones y experiencias equivalentes a ese centenario, y posteriormente a su salida de la presidencia de la República es casi seguro que no morirá de sorpresas, porque ya estará curtido por hechos revulsivos e intoxicantes que le acalambraron las piernas y resecaron la garganta: ¡Qué estoy viendo!, ¡Ay, madre mía!, ¡De veras!, ¡Nunca lo imaginé!
Con voluntad política y una firme postura en la aplicación de su plan de acción por la rendición de cuentas transparentada y la ética gubernamental, Abinader Corona ha destituido, forzado a renunciar y degradado a más de cien (100) altos y medianos funcionarios públicos. Esa consistencia está desafiando a los ethos, arraigada tradición filosófica condicionante de la sociedad dominicana que tritura valores de la ética y la etología, en un linaje como si las especies humanas evolucionaran hacia la incredulidad.
El ethos, como conducta “bicho” sobresaliente en el Estado, ha venido a ser el pan nuestro de cada día. Datos y curiosidades impactan, en el amanecer y en el anochecer, las fibras más sensibles de Abinader Corona: las desigualdades y pobrezas, solicitudes a borbotones de empleos, carencias de servicios básicos, ocurrencias delictivas en el gobierno, intransigencia, prevalencia de la cultura de la ilegalidad, incumplimiento de las normas de convivencia y el pulular de miserias humanas.
En sus relaciones e intercambios interpersonales lidia, en la ondina de la indulgencia e intuición, con desleales solapados, impostores teatrales, timadores señoriales y traficantes al mejor postor, que solo obedecen -circunstancialmente- a las monedas. Esos falsarios, que motejan una impresionante competencia comunicativa y apropiadas entonación y gesticulaciones, se deslizan con destrezas en el crucigrama gubernamental, en todos los gobiernos y todas las épocas.
Ese adolescente preguntón, que cómodamente hizo camino al andar en las escuadras del Centro de los Héroes, Gazcue y Bella Vista, primariamente, ahora equilibra a la República Dominicana con un tizón ardiente en las manos, con el acompañamiento de burócratas honrados, serviciales y cisnes blancos (nobles y bellos), y también de apóstatas, serpientes y cisnes negros (impredecibles), que se escudan en los eslabones de la afectividad, el dínamo del compañerismo partidario y la sífilis de proyectos fenomenales.
Para salvaguardar, a capa y espada, el patrimonio de la Nación y preservar su buen nombre y el legado familiar, Abinader Corona ha tenido que romperles el pecho, sin acudir a sonrisas siniestras ni a hacer el papel del dragón diabólico, a cercanos colaboradores políticos y gubernamentales que se han visto envueltos en escándalos.
Desde un principio advirtió que asumió un compromiso sagrado contra la corrupción y la impunidad, y que tiene la responsabilidad de que los fondos públicos sean administrados escrupulosamente, para viabilizar más holgadamente la transformación y el desarrollo nacional.
Sin descartar implícitamente que en su mandato presidencial aflorarían cochinadas corrosivas -para no repetir el ridículo de su antecesor Danilo Medina-, ha sido vehemente en que “quien cometa acto de corrupción en el gobierno o es un patológico corrupto o un suicida”, porque será sustituido de su cargo y, si lo requiriera alguna circunstancia, será sometido a la Justicia, no importa su nivel, ni quien sea”, “caiga quien caiga”.
Y machaca: “este gobierno no protege a nadie”, que él “tiene amigos, pero no cómplices” y que en el Palacio Nacional no hay vacas sagradas. Dócil con ese contrato, se ha deshecho de más de cien (100) jerarcas estatales, entre generales y coroneles, ministros y viceministros, directores y subdirectores generales, presidentes de comisiones, gobernadoras; directores regionales, de gabinetes y de institutos académicos, así como incumbentes departamentales.
Se cotejan renuncias forzadas, entre las que se encuentra, nada más y nada menos, que la del brazo derecho de Abinader durante la campaña comicial del 2020: el potentado Lissandro Macarrulla, ministro de la Presidencia, a raíz de la vinculación por el Ministerio Público de un hijo suyo en el operativo oceánico Medusa. En esa misma línea se sitúa la degradación de su brazo izquierdo electoral Roberto Fulcar, quien fue transferido de ministro de Educación a ministro de Estado sin Cartera, desenlace de una sarta de denuncias sobre anomalías y agravios en la dependencia bajo su responsabilidad.
Alrededor de los renunciantes sin explicación de motivos, los destituidos y removidos han recaído acusaciones de dolo, agresión sexual, irregularidades en sus declaraciones juradas de patrimonio, adjudicación de obras y raciones alimenticias, escándalos sonoros de fraude, vinculación a redes de lavado de activos, licitaciones irregulares de compras, repartos de tierras estatales y otras desviaciones.
¿Cuántos faltan…?
Faltan porque les apliquen la guillotina administrativa aquellos que no están cumpliendo con las disposiciones presidenciales sobre austeridad, los que estarían cometiendo irregularidades gerenciales y los que referencian un pésimo desempeño o una baja puntuación en los indicadores de gestión del Sistema de Monitoreo de la Administración Pública (Sismap): Normas Básicas de Control Interno (Nobaci), Sistema de Análisis del Cumplimiento de las Normativas Contables (Sisacnoc), Portal de Transparencia en las Contrataciones Públicas, Gestión Presupuesta, Libre acceso a la información pública, Índice de Uso de TIC e Implementación de Gobierno Electrónico (ITICGE) e Indicación Geográfica Protegida (IGP).
Enfocado, en el primar, en el amparo de los bienes del Estado, Abinader Corona luce -por sus ejecutorias- que no se dejará fuñir por otros, señalando que, para que la cruz toque la puerta de mi casa, que llegue a la ajena.
Está obligado a dormir con un ojo cerrado y otro abierto, porque si los tapa los dos juntos le meten goles por debajo de la mesa. Tendrá que apretar la muñeca, aún más, para que le llamen la otra mano de piedra, en virtud de que el primero fue el presidente Antonio Guzmán Fernández con la espectacular purga de la corrupta y sangrienta cúpula militar de la dictadura ilustrada de Joaquín Balaguer (1966-1978).
El artículo 128 de la Constitución de la República consigna que el Poder Ejecutivo es el único con las atribuciones para designar, remover y cancelar, libérrimamente, a los ministros, viceministros, titulares de los organismos autónomos y descentralizados del Estado, embajadores y jefes de misiones, y otros funcionarios públicos. Sus evaluaciones y conocimiento particular de los niveles de cumplimiento de las tareas de cada uno de ellos determinarán, al margen de las percepciones parciales de ciudadanos, o a quien quitar o dejar.
Y, como las opiniones son libres en una sociedad democrática, lo más aconsejable es que el jefe de Gobierno siga, administrativamente, “cortando cabezas” , con más intensidad en este último tramo, lo que reforzará un mayor control de las finanzas públicas, y le suma puntos en su imagen pública. Como corolario, consolida su posicionamiento de marca, bajo la diferenciadora sustentabilidad de sus valores agregados: autenticidad, honestidad y humanización, en el puntal de los beneficios socio-comunitarios.
Autor: periodista-mercadólogo, escritor y artículista,
Ex Presidente CDP
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