Oscar López Reyes
Periodistas de veras y autodenominados “comunicadores” comprometidos con gobiernos, algunos como altos funcionarios y diplomáticos, se desgañitan perorando a favor y en contra de las administraciones de turno, encubiertos en un supuesto rol independiente. En su cantaleta coloreando opiniones para demostrar adhesión, lealtad y hacerse simpáticos, puntean con déficits ético-profesional y jurídico-legal.
El vampirismo mediológico folkcomunicacional o pseudoperiodismo pilotea problematizado, por su subvaloración y desprestigio. Más que creadores de opiniones imparciales, controversia con una retórica pedagógica y empalaga en el negocio sensacionalista. Sus narrativas o discursos intertextuales derraman siete polillas:
.1- Trivialización simbólica.
2.- Parcialización fanática.
3.- Vulgarización ruidosa.
4.- Realidad falsificada.
5.- Manipulación informativa.
6.- Ausencia de investigación.
7.- Simplismo metodológico.
Esas percepciones referencian una crisis de imagen y una insuficiencia de reconocimiento socio-comunitario del codificador, fundado cardinalmente en un lenguaje sin estética, la ignorancia epistemológica, la comunicación científica y la sensación pública de que está subvencionado por estructuras políticas y económicas.
Los comentaristas gubernamentales son los que, en sus discursos noticiosos, reflexiones y análisis, despiertan más intriga y expectación. Y en esa diversidad temática se debilita su fiabilidad. La campaña electoral presidencial del 2020 arrea como un encopetado ejemplo: el candidato del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), Gonzalo Castillo, avasalló en el número de comensales radiotelevisivos convidados, y perdió el torneo.
En el gobierno de Salvador Jorge Blanco (1982-1986) comenzaron a hormiguear los abanderados oficialistas mediáticos, la inmensa mayoría de los cuales cuando cayó en desgracia hicieron mutis y se metieron las manos arrugadas debajo de sus correas. En los de Leonel Fernández (1996-2000 y 2004-2012) se esfumaron en su despedida: ¿dónde están los más de mil de la red de comunicadores con Leonel?, y gran parte de los que halagaron a Hipólito Mejía (2000-2004) y a Danilo Medina (2012-2020) giraron, cuando bajaron las escalinatas palaciegas, en retiradas marchas fúnebres. Son contados los que prosiguen sosos en sus rampas.
La casi generalidad de los periodistas que respaldan temporalmente a los que están sentados en el gran sillón, no son atraídos por sus plataformas ideológicas o programáticas o por reconocimientos sinceros a sus ejecutorias, y no se arriesgan a auxiliar ante hechos tipificados como delictivos y para no perder empleos o partidas publicitarias en el ruedo de los nuevos mandantes. Los fidelizados son insignificantes, amparados en lazos familiares, viejos vínculos de amistad o agradecidos por un buen puesto o una ayuda/dividendo.
En la prensa análoga, las redes digitales y la convergencia multimedia de la reconversión tecnológica no han variado los postulados éticos, que censuran la doble cara. El relacionista público, asesor, diplomático, miembro de un consejo directivo o administrativo de un organismo o regente de cuentas publicitarias estatales está obligado a ceñirse a los lineamientos oficiales. Hace un tiempo, un periodista dimitió de su rotativo para asumir como cónsul, y ante la ocurrencia de un acontecimiento de trascendencia en ese país, en vez de comunicarse con la Cancillería, reportó para su diario y, Tirirín, Tin Tin Tararán, tan tan…, tuvo que recoger sus zapatos, corbatas y espejuelos, y regresar a su redacción.
En cualquier rincón del planeta, el empleo público condiciona, amordaza y coloca en el deber de renunciar al ejercicio periodístico. Igualmente, el reportero que cubre una fuente no debe cobrar en ella, ni el productor de programas de televisión o radio buscar personalmente publicidad. Más le conviene tener un equipo que se encargue de esa tarea. La recepción de publicidad puede condicionar o no.
¿Debe aceptar un reportero de un medio de comunicación asignado a la fuente del Palacio Nacional que esta dependencia corra con los gastos cuando acompañe al presidente de la República en viajes al extranjero? ¿Y recibir viáticos de políticos en periplos electorales por el interior del país? ¿los compromete a ser condescendientes? ¿Aparecerán estas erogaciones en futuras auditorías?
Los artículos 26 y 43 del Código de Etica del Periodista Dominicano mandan a que “el periodista actuará siempre con rectitud en la empresa donde preste sus servicios profesionales, y no revelará asuntos de carácter reservado de ésta…”, y “el periodista se abstendrá de ejercer en forma simultánea el cargo de relaciones pública o asesoría….”.
Continuar como productor audiovisual o ejecutivo de un medio, conjuntamente con una alta función estatal, se enfrasca en un dilema: si ataca a las autoridades superiores viola las cláusulas de trabajo en lo relativo al compromiso contractual, y si lo alaba, a medias o a ultranza, pierde la imparcialidad y la objetividad, y se gana el mote de bocina.
Ilustremos con un muestrario: al ser nombrado director de Información y Prensa de la Presidencia de la República, en agosto del 2020, Daniel García Archibald renunció correctamente como comentarista de la emisora la Z-101, por falta de tiempo. Glosando verbalmente todos los días en el aire: ¿formularía críticas a decisiones de su gobierno que, como miembro del equipo de esa estación radiofónica, se estimen inapropiadas? ¿defendería a capa y espada a la Presidencia que los receptores no le harían caso? o ¿divulgaría inconscientemente asuntos que son de alta confidencialidad del Estado?
Cuando en 1994, como presidente del Tribunal Disciplinario del Colegio Dominicano de Periodistas (CDP) redactamos, junto a Leopoldo Grullón (E.P.D.) y Arelis Urbáez, el Código de Etica, algunos de estos principios fueron vistos como utópicos. Ahora aplicarlos entraña un valor agregado, que fortalece la imagen en la transparencia profesional en aspiraciones a instancias de los poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Electoral, Constitucional, comunitario, profesional y en otras esferas.
El presidente Luis Abinader ha sido más extensivo en número de encuentros presenciales con figuras mediáticas que los mandatarios Jorge Blanco, Hipólito Mejía, Leonel Fernández y Danilo Medina, aunque a este último se le atribuye un excesivo favoritismo con adláteres. Esa esplendidez del actual jefe de Estado copla como comprensible en la lógica de la búsqueda de solidaridad de un necesario poder fáctico en la batida pandémica/financiera más crítica de la historia nacional.
Con escasísimas excepciones, ha habido un acoplamiento, que pestaña mutuamente: el gobierno está compelido a utilizar esas estructuras del establishment, y éstas se adaptan a las circunstancias, para subsistir. El cacumen tiene que inferir que si, en estos apuros sin antecedentes, los medios no son auxiliados por el Estado, se reducen las ventanas de denuncias, la emisión de pareceres y las oportunidades de empleos. Desde un principio, a los coterráneos gremialistas hemos sugerido ser compasivos, en esta calamidad, con esos instrumentos de difusión.
En ese vértice, las opiniones siguen siendo hegemonizadas por tradicionales, diestros en los disimulados rejuegos oportunistas, la coacción en el subterfugio y hasta en la traición de soslayo, y los comentaristas abinaderistas embotan como exiguos. Y, por lo que se desprende del runrún discreto, en esa bufanda la puerca tuerce el rabo: un segmento de los que comunicacionalmente activaron, sin tapabocas, en la campaña electoral perremeista se siente subestimado y desamparado. ¿Acaso será por los tabiques virales?, ¿por la cortedad de tiempo de gobernanza?, o ¿porque titulares de distintas dependencias han preferido a correligionarios particulares, para mantener un cerco institucional inexplicable? Por esos y otros cinceles -al margen de la reconocida entrega y ahínco laboral de la Dirección de Información y Prensa del Palacio Nacional- el gobierno no está blindado periodísticamente, como poderosos grupos económicos que se protegen en las sortijas.
En esa virtud, aparenta que carece de una sólida artillería para dar respuesta a una emergencia político/social de envergadura, en la que trompetaría la dispersión. Tendremos que encender una velita a la virgencita de la Altagracia, por la inalterable funcionalidad gubernamental en la fusta de un montón de muertos, inhumados sin exequias ni panegíricos.