El 23 de febrero, día de la anunciada entrada de la ayuda humanitaria a Venezuela llegó, y terminó. Los pronósticos apocalípticos no tuvieron lugar, no cayó Nicolás Maduro, Juan Guaidó se quedó en Cúcuta, el país no entró en una confrontación cinematográfica. ¿Alta tensión? Mucha, en particular en la zona de frontera que separa los dos países a través de tres puentes sobre un río casi seco: Simón Bolívar, Tienditas, y Santander. De un lado Táchira, las ciudades de San Antonio y Ureña, del otro Norte de Santander, con la ciudad de Cúcuta.
La jornada empezó temprano con lo que se esperaba, una presión frontal con fuerza mediática en los puentes. Las acciones tuvieron momentos de euforia, debido por ejemplo a que un puñado de integrantes de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) decidieron sumarse a las filas de Trump-Rubio-Duque-Guaidó. La euforia bajó y con el pasar de las horas se formó la certeza de que no pasarían para el otro lado ni la gente ni los camiones.
Esa situación se tradujo en dos elementos centrales. Por un lado, el despliegue de una confrontación permanente en los puentes Bolívar y Santander, a la cual se sumó un intento de ocupar el aeropuerto de San Antonio que fue desactivado, y por el otro la utilización de los camiones con la ayuda humanitaria.
La confrontación recordó las estrategias callejeras violentas desplegadas durante el 2014 y 2017 por la derecha en varias ciudades del país, conocidas como guarimbas. Con la diferencia de estar concentradas en puentes internacionales, y contar con el apoyo explícito de los cuerpos de seguridad del Estado colombiano.
El ciclo fue repetido: avanzar hacia el lado venezolano, retroceder, intentar pasar por debajo del puente en el caso del Simón Bolívar. ¿Qué debería hacer un gobierno ante un intento de invasión guarimbera financiada internacionalmente?
La utilización de los camiones tuvo tres momentos centrales. El primero el de mostrar unas caravanas en camino hacia los puentes y explotar mediáticamente las imágenes, el segundo el de mentir al afirmar que habían ingresado a Venezuela –como lo hizo el cantante venezolano Nacho al dar por terminada la jornada– y el tercero generar un falso positivo, como fue la quema de dos gandolas. La matriz fue la de acusar a la GNB, cuando quedó filmado cómo fueron jóvenes de primera línea de confrontación.
El incendio de las gandolas parece haber sido planificado, y se tradujo en la acusación a Nicolás Maduro de haber cometido un crimen de lesa humanidad, la escalada de amenazas internacionales, como la que también twitteó el senador norteamericano Marco Rubio, quien afirmó que Venezuela había disparado en territorio colombiano, y que Estados Unidos defendería a Colombia en caso de agresión.
Lo cierto es que, por fuera de esos episodios, no ocurrió lo que habían anunciado. No ingresó la ayuda humanitaria a Venezuela por ningún punto, ni por Colombia, ni por Brasil ni por el mar, no se produjo un quiebre de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, los puentes se parecieron a las imágenes ya conocidas en la estrategia violenta de la derecha, ahora en un marco más complejo. Si era el día final no lo fue, si era el punto de quiebre tampoco parece haberlo sido en la dimensión que lo anunciaron.
Otra vez se generó la desilusión de la base social de la oposición, confrontada a la distancia entre las promesas de sus dirigentes –que ahora son internacionales– y las correlaciones reales de fuerza.
El chavismo, por su parte, movilizó en Caracas, fue su quinta movilización consecutiva en cinco días. En ese contexto el gobierno anunció la ruptura de relaciones con el gobierno colombiano como medida central, que se suma a las decisiones tomadas en días anteriores de cerrar las fronteras con Brasil, Colombia, y las islas de Aruba, Bonaire y Curazao.
El resultado al finalizar el 23 fue de una gran ofensiva que planteaba ser la final y no logró sus objetivos, y un gobierno venezolano que se mantuvo de pie ante la embestida que, como se sabía, golpeó en simultáneo sobre varios flancos: armados, mediáticos, psicológicos, diplomáticos, territoriales.
Ese saldo final era el esperable según las fuerzas reales –sin efecto inflado por redes sociales– y sin la aparición de una carta nueva por parte de Elliot Abrams, Iván Duque o Marco Rubio.
Existe otro saldo, que es la cantidad de noticias falsas, construcciones de rumores, de datos sin comprobar, sin fuentes creíbles. Forma parte de la avalancha, el aturdimiento, la justificación de nuevas posibles acciones. El caso de los camiones quemados fue la más clara el 23.
La dificultad reside muchas veces en confirmar fuentes, números, veracidad de los hechos, algo que suele quedar barrido en las lógicas de guerra que tienen a la operación comunicacional como columna vertebral.
Nadie puede sorprenderse de una mentira norteamericana dentro de un asalto, el derecho a la inocencia está prohibido, la necesidad de la sospecha es permanente.
¿Qué pasará el 24 o 25? Resulta temprano saberlo, pareciera, por cómo se han dado los acontecimientos, que seguirán las presiones en los puentes sin capacidad real de ingresar a Venezuela, irán en ascenso las amenazas y reuniones internacionales, y tal vez se de un falso positivo de alta envergadura. Yo la anunció Rubio la noche del 22 al 23 cuando escribió acerca de la posibilidad de que el Ejército de Liberación Nacional, de Colombia, asesine civiles.
Anunció lo que ellos mismos parecen dispuestos a hacer, cómo disfrazarlo, y a partir de allí justificar nuevas acciones, y pasar de la forma “ayuda humanitaria” a un nuevo esquema.
La frontera termina en una noche tensa, como si algo pudiera ocurrir en cualquier momento. Estamos en horas y días complejos, donde uno de los objetivos centrales del gobierno de Venezuela, del chavismo, es el de prevenir las acciones-trampas, las imágenes de violencia, la violencia misma, que dejó 42 heridos del lado venezolano el día 23.
Una idea del clima social en la noche del sábado la da la tendencia del Twitter, donde cinco de las etiquetas más posicionadas son para pedir la intervención internacional. La certeza de que no lograrán derrocar a Nicolás Maduro, democráticamente electo, por fuerza propia, parece ser mayoritaria.